Máximo Jiménez |
“Donde haya un grupo de personas tiene que haber una ley de unidad que lo rija, de lo contrario es inevitable el desorden”.
Dwight D. Eisenhower.
Juan José Del Pino.
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En cualquier país civilizado quien viola la ley o atente contra los intereses de un grupo o asociación a la que pertenece, es sancionado acorde con la gravedad del hecho.
En República Dominicana, un bello y rico país que vive en la pobreza, y por consiguiente, muy distante de allí; todo es diferente.
Aquí, no importa el delito que se cometa, antes de actuar hay que tomar en cuenta la trayectoria (es decir, el nombre), el abolengo o como dice muy bien el Chico Arias en su semblanza del señor Joseph Cáceres –que alguien erróneamente pudiera confundir con panegírico ¡Líbrame Dios!– “hay que respetar los rangos” de la persona en cuestión.
Es por esa razón y no ninguna otra que cierto personaje ha permanecido por más de 15 años despotricando a sus anchas, destruyendo honras y haciendo añicos reputaciones, cual si fuera el más intocable de los inalcanzables dioses del Olimpo. ¿Y que ha sucedido? ¿Ha sido este señor alguna vez condenado por difamación? Nunca
Por ese paternalismo enfermizo que corre saltarín por nuestras venas, y por ese “respeto a los rangos”, es que la sociedad dominicana es y ha sido por mucho tiempo uno de los países más corruptos del continente.
Ese fue lo primero que alegó el ex presidente Hipólito Mejía cuando en el año 2000 ó 2001, funcionarios de su gobierno barajaban la posibilidad de llevar a la justicia al doctor Leonel Fernández. “A un ex presidente no se toca”, dijo. “Hay que respetar esa investidura”.
Hoy todos lloran, pregonan y rechazan a voz en cuello, las sanciones impuestas por Acroarte al señor Joseph Cáceres y a un grupo de periodistas prepotentes e irrespetuosos.
La mayoría de esta gente no han hecho nunca nada por Acroarte ni por ninguna otra institución, pero como dice el viejo refrán, “a rio revuelto, ganancia de pescadores’. Hay periodistas que solo han usado a Acroarte como trampolín o como caja de resonancia.
Sin embargo, como es común en nuestra sociedad cuando se castiga o sanciona, un coro de voces se levanta al unísono en defensa del nombre, la trayectoria o la magnanimidad del personaje en cuestión, transformando repentina y milagrosamente en una especie de mártir ante el calvario.
Es muy cierto que el señor Cáceres es hoy el decano de la crónica del espectáculo en la Republica Dominicana, con una dilatada presencia en los medios de comunicación que ya quisieran emular muchos periodistas.
Y es precisamente por eso que resulta tan cuesta arriba aceptar que un cronista de la experiencia y veteranía suya, haya caído tan bajo en la defensa de sus intereses, al orquestar una campaña sistemática de temerarias e infundadas acusaciones e improperios contra un periodista serio como Máximo Jiménez y su familia, cuya gestión al frente de Acroarte, de acuerdo con varios ex presidentes de la institución, ha sido de las mejores.
Hoy, así como el condenado a muerte deposita su fe en el milagro divino, muchos se aferran a la mordaza, a la censura o a la libre expresión del pensamiento que consagra la constitución, como una forma ilusa de confundir una vez y esconder sus pequeñeces detrás de tan conflictivos apelativos.
Nada de lo que ha hecho Acroarte tiene que ver con atropello, mordaza o censura previa como cándidamente han enarbolado algunos periodistas. Acroarte es una institución gremial, y como tal, sus miembros están sujetos a una serie de normas y regulaciones. Quienes la infrinjan son pasibles de penas y sanciones. Tan simple como eso. ¡Dejemos a un lado las rabietas y envalentonamientos y respetemos de una vez por todas la institucionalidad!
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