José R. Llenas Aybar
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A 17 años de uno de los más horrendos crímenes de República dominicana
Fuente, http://40limon.es/
Hace treinta y cuatro puñaladas que te fuiste a habitar un silencio injusto y frío. Un silencio angosto, un silencio inocente. Un silencio muy estruendoso.
Hace treinta y cuatro puñaladas en la espalda de la infancia dominicana que te instalaste en el nicho de los miles que desde sus altares claman justicia.
Hace ya treinta y cuatro puñaladas. Y al acercarse el 3 de mayo, nuevamente puedo revivir la angustia que me arropaba allá en 1996 cuando por todas partes me perseguían tus ojos de niño rico pero niño a fin de cuentas, que ya sin poder volver, pedían volver a tu casa a jugar Nintendo.
Hace ya treinta y cuatro. Cada una mortal por necesidad, pero abundantes en tu cuerpo como si caricias fueran y te hicieran falta. Como si te faltara amor en casa, o necesitaras una atención especial, almas desalmadas se ocuparon de ti. Treinta y cuatro veces. Treinta y cuatro veces te mataron. Y me mataron. Treinta y cuatro. ¡Coño, treinta y cuatro hasta en limones es mucho!
¿Por qué? Hace treinta y cuatro puñaladas que me pregunto lo mismo. Y el tiempo no camina. El calendario miente cruelmente y me dice que pasaron ya diez años desde las treinta y cuatro. Y no es cierto. No es cierto eso. No lo es.
Cada una de las treinta y cuatro hacía que la anterior pasara de ser inverosímil a ser sólo una puñalada más. A nadie parece molestarle que tu cuerpo recibiera 10, 15, 30 puñaladas. No, porque recibió treinta y cuatro. Y con una bastaba. Por eso, cada una de ellas hace que la anterior agradezca el favor de no ser la última. Sí… como una macabra cofradía las treinta y cuatro ocultan entre ellas cuál fue la que finalmente cerró tus ojos en este mundo para abrirlos como una herida eterna en mi alma. Y en el alma de tanta gente que no podía creer lo ocurrido.
¡Treinta y cuatro, maldita sea! Hace tanto tiempo que mi corazón se secó de albergar la esperanza de ver a esas otras personas que debieron comparecer ante la justicia de los hombres para ejercer un castigo que quizás ni siquiera Dios desearía imponer.
Aún recuerdo aquella jornada, el 14 de agosto de 1996, cuando junto a otros cientos de indignados me expresé vehementemente buscando, quizás en un arranque de frustración, mendigar un poco de justicia de Dios y hacer que la Maldita Perra Argentina pasara un mal rato. Y me queda la pendeja satisfacción de haber logrado entorpecer su bacanal con mis gritos contra los cristales del Hotel Santo Domingo, y haber presenciado cómo una destacada ciudadana argentina lograba golpear a la Perra con un cartel cuando ella salía –huía– del Hotel.
Pero en el fondo, eso es todo lo que tengo. Y cuando pienso que hoy tendrías 22 años, que estarías terminando la Universidad, que quizás tendrías novia (y seguramente habrías conocido ya la sinfonía de cuerpos que cantan al amor), cuando pienso que probablemente ya tendrías un empleo o hasta un negocio propio (porque tus padres seguramente te habrían dado ese empujón que tanto ayuda), a mí me falta el ánimo.
Pronto llegará el 3 de mayo. Algunos lo recordarán. Seguramente habrá misas y oraciones. Quizás hasta algunos volvamos a reunirnos en algún lugar, a mirar tus ojos de niño rico, pero niño al fin y al cabo, y rogarle a Dios que jamás otros ojos se apaguen a la vida de la manera en que los tuyos se cerraron.
La gente muere a cada instante. Mueren viejos y niños, muchos de manera natural, otros trágicamente. Unos pocos, violentamente. No es que tu muerte sea la primera. Y tristemente tampoco la última. Pero duele por lo atípica, por lo extraña. Pocas personas recuerdan que poco después de tu crimen también asesinaron a un niño luego de un ritual sospechosamente satánico. Nadie parece recordar a Genis Samboy Pérez. Y quizás con el tiempo muchos tampoco te recordarán a ti. Pero cada 3 de mayo mientras vida tenga, yo me acordaré de tu nombre, y me vendrá a la mente el nombre de Mario José Redondo Llenas, y el de Juan Manuel Moliné Rodríguez… y el de Martín Palmas Meccía y el de Luis Palmas de la Calzada, quienes también tienen las manos embarradas de tu sangre, aunque la “justicia de los hombres” nunca lo pueda probar.
José Rafael, parece una tontería que te escriba, pero me da la gana de hacerlo. De sentirte cerca, como si fueras familia mía. Amigo mío. Hermano mío. Sí, porque no puedo leer sobre ti como un nombre más, como si fueras un niño olvidado de alguna pradera en Siberia, que por lejos duele menos que nada. No, yo me niego a tratarte como un pretérito silente. Me gusta escucharte, aunque no te oiga; y verte aunque nunca te haya mirado. Quisiera hablarte, pero sé que no me escucharías, porque sé que quizás estás aún ocupado. Esperando la respuesta que no llega.
La respuesta a esa pregunta que se dibuja como mueca en tu espalda cercenada.
¿Por qué?
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