Hay personas que antes de ir al trabajo o a una fiesta se concentran en la manera de disimular sus chichos. Y se ven en el espejo de arriba abajo, de derecha a izquierda, se cambian de ropa mil veces, aguantan la respiración para contemplarse cómo deberían estar, y luego botan el aire para ver con tristeza cómo en realidad son, y le echan la culpa a la tela, al diseñador o a la última jartura, la cual, juran, jamás se repetirá. A eso lo llamo chichobia.
La chichofobia provoca en nosotros las más absurdas y simpáticas excusas: “que el lunes que viene me inscribiré en el gimnasio”, “que eso fue porque la semana pasada comí mucho”, “no importa, con una caminadita desaparecen”, “esto es por el estrés”, “yo tengo fuerza de voluntad, si me dedico rebajo”...
Pero lo que no saben es que hay chichos rebeldes, incurables, inatrapables, resistentes a correas especiales, a inventos americanos, a masajes, saunas y lagartijas; y esos chichos sólo pueden ser reducidos por el bisturí, y apenas temporalmente, porque semanas después de la cuchilla resucitan, nacen de nuevo, y con más brío.
En definitiva, acostumbrémonos a convivir en paz con nuestros chichos y a dejarlos que se destaquen con libertad y esplendor, porque el intentar controlarlos, a la corta o a la larga, resulta infructuoso, caro y perturbador.
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