Pedro Dominguez Brito
Especial/Noticias A Tiempo
E-mail: josemlct11@hotmail.com
Las discusiones entre aguiluchos y liceístas son interesantes, sobre todo si los segundos, erróneamente, consideran que son mejores. Para el aguilucho no hay nada más excitante que ganarle al Licey. No importa que otros triunfen con tal de que los azules pierdan.
Aprovecho la ocasión para recordar que el nombre “Licey” proviene de un minúsculo río ubicado en Licey, otrora sección rural del municipio de Santiago y hoy municipio de la provincia de Santiago. ¡Oh, desde sus orígenes nos admiran! ¡Pudieron llamarse “Tigres de Gascue” o “Tigres de Los Mina”!
Los aguiluchos somos modestos. Eso sí, siendo realistas, nuestro estadio es el más alegre del mundo, nuestra Aguilita la mascota más fenomenal del universo y no existe en el planeta un himno deportivo tan emblemático y contagioso como “Leña”. También nos destacamos por nuestra humildad.
Y tenemos otra ventaja que alimenta nuestro entusiasmo: somos cabalosos. Y hablando de cábalas, les juro que dan resultado. Basta contar nuestros campeonatos conquistados. En una reunión de auténticos aguiluchos este tema es obligado, aunque a algunos les resulte vergonzoso admitirlo y las lleven a la práctica en secreto, lo que resulta aburrido.
Hace días, en uno de esos encuentros, alguien inició expresando: “Las Águilas son insuperables gracias a mi cábala”. De inmediato hubo una guerra de cábalas. Cada uno afirmaba que la suya era la responsable los logros de las encantadoras cuyayas y mientras lo hacían miraban a los demás de reojo. Parecía un pleito entre políticos.
Uno aseveró que cuando iba al estadio con la ropa interior al revés las Águilas daban “palos por montón”, que ahí estaba la clave. Otro dijo que le echaba “Agua de Florida” a la gorra antes de empezar el partido y que eso funcionaba. El alcohólico del grupo aseguró que el éxito resultaba de su promesa de no beber durante el juego.
El ateo indicó que antes de cada entrada rezaba el rosario en silencio y que hasta en Mariano se estaba convirtiendo. Y la única dama presente, algo imprudente, se destapó con que trataba de no hablarle embustes a su novio mientras veía el juego, que eso daba dicha.
Y yo no podía quedarme atrás. Manifesté orondo que el dominio aguilucho se debía a mi camisa mamey de la buena suerte, que tiene un don, un misterio, un no sé qué, algo casi místico que inyecta gallardía al equipo y eso lo convierte en invencible.
El béisbol refresca nuestra árida cotidianidad. Y hay rivalidades que apasionan sanamente. Y aquí entre nosotros, soñé que por publicar este artículo las Águilas serán campeonas este año y que si un liceísta responde, el “tiguerito” quedará descalificado.
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