Néstor Estévez. |
En días recientes han sido comidilla y alimento para el morbo algunos mensajes emitidos por políticos en diversos puntos del país, en muy variados contextos.
Aunque la velocidad a que todo discurre, fundamentalmente en las redes sociales, hace cambiar de contenido antes de lo que se debiera, me he tomado la libertad de incluir este tema en las pausas que recomiendo y suelo hacer. Sin esas pausas, nos llevan; solo con ellas, ejercemos el derecho a –realmente- vivir.
Entre los mensajes analizados en mi pausa se destaca el emitido por Juan Romero, recién electo como ejecutivo municipal en Sabana del Puerto, demarcación de la provincia Monseñor Nouel. En un discurso muy llano, propio de su nivel de lengua, y con la “i cibaeña” muy marcada, Romero fue grabado en video mientras -por lo que se puede deducir- ofrecía declaraciones a propósito de asumir funciones en un cargo que antes había ocupado.
La grabación llegó a manos de gente, o equipos humanos, con intenciones encontradas. Y lo que Juan Romero pudo aprovechar como oportunidad para dar señales de un antes y un después en la gestión del poder local en Sabana del Puerto, se convirtió en tendencia en redes sociales virtuales, en comidilla para la actividad politiquera, entre otras nimiedades, menos en lo que –prefiero asumir- quiso el emisor.
El valor del mensaje
Ocurre mucho más frecuente de lo que reparamos en ello. Olvidamos lo que se conoce como degradación del mensaje. Normalmente se parte de algo que “se quiere decir”. Asumiendo ese punto de partida, nos encontramos ante una primera oportunidad de perder o mantener el mensaje sin degradación. Esa verificación se hace respondiendo a la pregunta ¿lo sé decir? Si lo sabes decir continuamos sin pérdida, por el momento.
Pero siguen las oportunidades. Llegado el momento clave, ¿lo dices? Supongamos bien. Asumamos que lo has dicho, y lo has hecho bien porque tenías bien claro “qué decir” y lo supiste decir. Vamos ahora con “la segunda parte del manicero”: ¿Se oye? Y todavía más, ¿se escucha? Y un poco más todavía, ¿se comprende? Y después de oído, escuchado y comprendido, ¿se acepta? ¿Se retiene? Y finalmente, ¿se pone en práctica?
Todo eso que parece un “largo rosario” es responsabilidad del emisor. Todo eso hay que tomarlo en cuenta al momento de emitir un mensaje. De nada vale asustarse porque todavía hay más. Y no es que sea complicado, pero sí es complejo.
Eso de poner en común lo que existe solo en la cabeza de alguien tiene sus claves y también ha tenido diversas etapas a lo largo de la existencia humana. Alvin Toffler, prestigioso intelectual estadounidense, desde la antepenúltima década del siglo pasado, publicó una obra muy edificante al respecto: La tercera ola.
En esa obra son planteados tres grandes momentos de la comunicación humana: primero, “comunicación de uno a uno”; segundo, “comunicación de uno para muchos” (con el protagonismo de los medios de difusión masiva), y tercero, “comunicación de muchos para muchos”. No ha faltado quien, como Ignacio Ramonet, reputado periodista y escritor español, se atreva a afirmar que “más que medios de masas, ahora tenemos masas de medios”. En esta etapa de la humanidad, con un teléfono celular y con conexión a internet, cualquier persona se convierte en emisora de mensajes con posibilidad de impactar a lo que cada vez más parece ser “aldea global”. Recuérdese que, según se dice, en República Dominicana hay más teléfonos móviles que habitantes.
El problema de Juan Romero
Pero el problema de Juan Romero no estuvo ahí. No estoy muy seguro de que este hombre entienda de comunicación, de degradación del mensaje, sobre lenguaje no verbal, sobre posverdad, entre otros muchos aspectos vinculados con las más diversas formas de interacción entre los seres humanos. Pienso que hasta podría ser una buena persona, con la mejor de las intenciones para ver “florecer y fructificar” a su Sabana del Puerto. Quizás exista en su mente una “tacita de oro” como reflejo de lo que ha de ser su territorio de cara al 24 de abril del 2024, fecha en la que ha de concluir su gestión.
El problema de Juan Romero me recuerda lo que decía Roberto Alonso, cura que me persuadió para estudiar locución: “Lo que se dijo, dicho está”. Aquella especie de “sentencia para quien habla en público” adquiere más peso aun en esta etapa, con posibilidad de tanta gente para decir y hasta para hacer variar lo que alguien ha dicho. Son manifestaciones de la posverdad, aunque entronizada por el Diccionario Oxford como “palabra del año”, en el 2016, practica con mucho tiempo de uso.
Han hecho muchas cosas con el video de Juan Romero. Por lo pronto, me refiero a dos, y lo haré en el mismo orden en que llegaron a mí las versiones: Una primera, con el video recortado, para que el destinatario perdiera contexto, nos presenta a un hombre diciendo: “y ahora voiví otra ve, y voy a robai meno”, para luego, rápidamente, querer corregir lo que acababa de expresar.
La otra versión, también manipulada, incluye aquel contexto quitado, y usa un “negrito” (así le llaman quienes trabajan edición de video a ese brevísimo instante en negro, resultado del corte o mutilación, queriendo ocultar algo) en la parte en donde el otro video muestra la turbación. Inmediatamente aparece agregada un poco de la parte en donde el hombre explica lo que quiso decir.
No estuve en donde Juan Romero habló, no he visto video sobre el tema que no haya sido manipulado. Pero aprovecho el hecho para seguir agregando valor desde la comunicación, tema que estudio, disfruto grandemente y me sirve para apoyar procesos que requieran de entendimiento y acciones bien orientadas.
Dos casos emblemáticos
Este hombre no es el primer, ni será el último, político a quien le sucede eso. Salvando las distancias, ha de recordarse el daño que se le hizo al profesor Juan Bosch, con aquello de “no, yo no creo en Dios”. También es destacable lo que se le hizo al doctor José Francisco Peña Gómez, con aquello de “…y si me topan, la República Dominicana cogerá fuego por las cuatro esquinas”.
Con similar perversidad se actuó en ambos casos. Así como el mensaje de Bosch fue manipulado, cortando una parte clave para que no fuera entendido como realmente lo dijo, a Peña Gómez le manipularon el mensaje, pero con una técnica más fina. A éste le cambiaron el medio y los destinatarios. Pues algo que había dicho a un público enardecido, en la Plaza del Puente de la 17, que le correspondió con una ovación como muestra de su disposición para que ese mensaje transitara del dicho al hecho, sin degradación, comenzó a ser difundido por radio y televisión a destinatarios que no estuvieron ni en ese lugar, ni en ese momento, ni con aquella emoción.
No creo que haga falta explicar mucho la diferencia entre dos situaciones: la primera, estar a escasos metros de tu líder, bajo el sol, en medio de consignas y con la fe en que estamos a punto de llegar a la meta; la segunda, en tu casa, quizás cenando y viendo a tu amor platónico, a alguna estrella del espectáculo, mientras te dañan el momento con un mensaje de alguien diciendo que van a quemar el país.
Las formas de manipular mensajes son muy diversas. También existen variadas técnicas para evitar algunos modos de manipulación. Es por ello que, en esta tercera ola –con “comunicación de muchos para muchos”- tanto quien emite como quien recibe, debe contar con habilidades que permitan medir el real valor de un mensaje. Ese es el punto de partida para cuidar y mejorar lo que hace posible que nos mantengamos humanos y exista la sociedad: la comunicación.
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