La ruta del pescado en leña y de las casitas hechas con manos benditas
Por Tony Rodríguez/webreportero turístico El Ratón Digital
Esta ciudad es playa desde que los nativos precolombinos andaban en taparrabos presumiendo de su piel rojiza y de sus pechos tatuados.
El almirante genovés ordenó parar las naos aquí, seguro de que ningún europeo había visto los rayos del sol atravesando las aguas filtradas en las cuevas de arrecifes, convirtiendo en color turquesa la mar.
Puerto Plata, fue nuestra ruta de fin de semana. Santiago hacia Navarrete, un castillo oxidado, un avión que no vuela, un túnel que gotea, Altamira y sus cañaverales, las mandarinas atadas en forma de clinejas, artesanía rural, el olor a pescado de Maimón, una pausa en el camino.
Todo está a la vista en el parador Johan, la leña, el fogón, el sazón, el pescado, pero nadie puede igualar el extraordinario sabor que logran darle a los pejes en este lugar.
Se reanuda la marcha, el mar está cerca, se confunde con el olor a caña, hasta que en una abertura de montaña aparece soplado por Neptuno, batiéndose entre azul y plata. Se advierten los hoteles, las cabañas, la UASD, la zona franca, la ruta hacia el muelle, la Loma Isabel de Torre, el desvío hacia el malecón, los motoconchistas, las casas centenarias, la playa bendita.
En Puerto Plata la playa es larga, dorada, plateada, turquesa. Se extiende desde el norte hasta el nordeste, atravesando Sosúa, Cabarete, dejando la provincia y entrando a Gaspar Hernández, luego Río San Juan, Cabrera, Nagua hasta Samaná.
Regresando al pueblo, el Parque Central, con su glorieta de dos niveles, ningún escenario podría ser mejor para un espectáculo. Bordeado de la Catedral San Felipe y de las casas victorianas construidas por carpinteros ingleses hace más de cien años.
Un letrero del Ministerio de Turismo a la entrada del teleférico dice “República Dominicana lo tiene todo”. Basta con conocer a Puerto Plata para saberlo.
Esta ciudad es playa desde que los nativos precolombinos andaban en taparrabos presumiendo de su piel rojiza y de sus pechos tatuados.
El almirante genovés ordenó parar las naos aquí, seguro de que ningún europeo había visto los rayos del sol atravesando las aguas filtradas en las cuevas de arrecifes, convirtiendo en color turquesa la mar.
Puerto Plata, fue nuestra ruta de fin de semana. Santiago hacia Navarrete, un castillo oxidado, un avión que no vuela, un túnel que gotea, Altamira y sus cañaverales, las mandarinas atadas en forma de clinejas, artesanía rural, el olor a pescado de Maimón, una pausa en el camino.
Todo está a la vista en el parador Johan, la leña, el fogón, el sazón, el pescado, pero nadie puede igualar el extraordinario sabor que logran darle a los pejes en este lugar.
Se reanuda la marcha, el mar está cerca, se confunde con el olor a caña, hasta que en una abertura de montaña aparece soplado por Neptuno, batiéndose entre azul y plata. Se advierten los hoteles, las cabañas, la UASD, la zona franca, la ruta hacia el muelle, la Loma Isabel de Torre, el desvío hacia el malecón, los motoconchistas, las casas centenarias, la playa bendita.
En Puerto Plata la playa es larga, dorada, plateada, turquesa. Se extiende desde el norte hasta el nordeste, atravesando Sosúa, Cabarete, dejando la provincia y entrando a Gaspar Hernández, luego Río San Juan, Cabrera, Nagua hasta Samaná.
Regresando al pueblo, el Parque Central, con su glorieta de dos niveles, ningún escenario podría ser mejor para un espectáculo. Bordeado de la Catedral San Felipe y de las casas victorianas construidas por carpinteros ingleses hace más de cien años.
Un letrero del Ministerio de Turismo a la entrada del teleférico dice “República Dominicana lo tiene todo”. Basta con conocer a Puerto Plata para saberlo.
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